Vista aérea del NAICM en febrero de 2018. Imagen: MackyMack75 (Wikimedia)
Esto supone, en lo concreto, que exportar cuesta menos tiempo y dinero gracias a puertos más eficientes o que los trabajadores llegan de forma más rápida y descansada a su centro de trabajo gracias a una red de infraestructuras más competente y eficaz. Como contraejemplo a lo anterior, la realidad es que en muchos países los trabajadores se demoran mucho tiempo en el trayecto a sus trabajos, lo cual es, a todas luces, negativo para la economía en general. Porque la competitividad de un país, en última instancia, se traduce en aspectos muy concretos de la vida de los ciudadanos.
Llegar al centro de trabajo, aunque parezca increíble, es más barato y eficiente en Europa que en Iberoamérica y eso supone que las empresas puedan producir más y mejor, a pesar de que los salarios sean claramente más elevados. Chile, el país latinoamericano que ocupa la posición más alta en el ranking de Competitividad de IMD 2017, ostenta el puesto 35, un puesto menos que en 2016. México es el segundo mejor posicionado con el puesto 51, seis puestos menos que en 2016. Perú, medalla de bronce regional, ocupa el escalón 55 con un descenso de un puesto respecto al año pasado.
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Otros países de la región latinoamericana, como Argentina en el puesto 56 o Colombia en su puesto 58, bajaron siete puestos con respecto al año anterior. Esta pérdida de posiciones en el ranking IMD no hacen más que subrayar la idea de que los países latinoamericanos tienen que esforzarse en mejorar de forma importante para no seguir perdiendo competitividad respecto a otras economías.
Este estancamiento de la competitividad regional, incluso en países que están invirtiendo mucho en infraestructuras (aeropuertos, puertos, carreteras o metros) manda un mensaje claro: no basta solo con invertir en infraestructuras para crecer en el mercado; hay que hacerlo más y mejor que los competidores, que en el caso de Iberoamérica se trata sobre todo de países emergentes de Asia o el Este de Europa.
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Aunque también son claves la gobernanza pública o la incertidumbre económica, la realidad nos demuestra que es difícil que haya progreso para un territorio sin infraestructuras y, por otro lado, también es complicado que existan magníficas infraestructuras sin ciudadanos debidamente capacitados. Por este motivo, llama la atención la poca importancia que a nivel político suele darse a estos dos temas. Por todo ello, nunca siempre es buen momento para recordar que la inversión en infraestructuras es una apuesta a futuro, no un gasto.
Destinar hoy fondos a la creación y mejora de carreteras, ferrocarriles o puertos, generará ingresos y empleos mañana. Y la formación de los profesionales es clave para aprovechar al máximo el potencial de estas inversiones e impulsar la competitividad y el desarrollo de la región. Si comparamos el último informe de competitividad del IMD entre los países con infraestructuras de mayor nivel y la renta per cápita nacional en la región de América Latina, se aprecia una correlación clara entre ambas.
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Por tanto, podemos decir que invertir en infraestructura –y, por consiguiente, invertir en educación de la población para asumir los empleos derivados de esa inversión- es invertir en un futuro mejor para el país y los ciudadanos, y en ello merece la pena insistir.
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